Nuestro misterio


“La Santísima Virgen y Magdalena esperaban sentadas al pie de la cruz, a la derecha, entre la cruz de Dimas y la de Jesús; las otras mujeres estaban ocupadas en preparar los paños, los aromas, el agua, las esponjas y las vasijas.”

Así comienza un fragmento del libro “La Amarga Pasion de Cristo” , de Anna Catarina Emmerich. Gran parte del filme de Mel Gibson “La Pasión” está inspirado en las visiones de esta monja alemana que sufría del fenómeno de "estigmata" (por el cual aparecen en el cuerpo las mismas heridas sufridas por Jesús durante la crucifixión). Es quizá la aproximación más ilustrativa de la escena de la pasión que representa nuestro misterio, es por ello, por lo que la transcribo, por la belleza de su descripción y literatura. Continua así: 

“Casio se acercó también y le contó a Abenadar el milagro de la cura de sus ojos. Todos estaban conmovidos, llenos de pena y de amor y al mismo tiempo silenciosos y solemnes; sólo cuando la prontitud y la atención que exigían esos cuidados piadosos, lo permitían, se oían lamentos y gemidos ahogados. Sobre todo Magdalena, se hallaba entregada enteramente a su dolor, y nada podía consolarla ni distraerla, ni la presencia de los demás ni alguna otra consideración. Nicodemo y José apoyaron las escaleras en la parte de atrás de la cruz, y subieron con unos lienzos; ataron el cuerpo de Jesús por debajo de los brazos y de las rodillas al tronco de la cruz con las piezas de lino y fijaron asimismo los brazos por las muñecas. Entonces, fueron sacando los clavos, martilleándolos por detrás. Las manos de Jesús no se movieron mucho a pesar de los golpes, y los clavos salieron fácilmente de las llagas, que se habían abierto enormemente debido al peso del cuerpo. 

La parte inferior del cuerpo, que, al expirar Nuestro Señor, había quedado cargado sobre las rodillas, reposaba en su posición natural, sostenida por una sábana atada a los brazos de la cruz. Mientras José sacaba el clavo izquierdo y dejaba ese brazo, sujeto por el lienzo, caer sobre el cuerpo, Nicodemo iniciaba la misma operación con el brazo derecho, y levantaba con cuidado su cabeza, coronada de espinas, que había caído sobre el hombro de ese lado. Entonces arrancó el clavo derecho, y dejó caer despacio el brazo, sujeto con la tela, sobre el cuerpo. Al mismo tiempo, el centurión Abenadar arrancaba con esfuerzo el gran clavo de los pies. Casio recogió religiosamente los clavos y los puso a los pies de la Virgen.


Sin perder un segundo, José y Nicodemo llevaron la escalera a la parte de delante de la cruz, la apoyaron casi recta y muy cerca del cuerpo; desataron el lienzo de arriba y lo colgaron a uno de los ganchos que habían colocado previamente en la escalera, hicieron lo mismo con los otros dos lienzos, y bajándolos de gancho en gancho consiguieron ir separando despacio el sagrado cuerpo de la cruz, hasta llegar enfrente del centurión, que, subido en un banco, lo rodeó con sus brazos por debajo de las rodillas, y lo fue bajando, mientras José y Nicodemo, sosteniendo la parte superior del cuerpo iban bajando escalón a escalón, con las mayores precauciones; como cuando se lleva el cuerpo de un amigo gravemente herido, así el cuerpo del Salvador fue llevado hasta abajo. 

Era un espectáculo conmovedor; tenían el mismo cuidado, tomaban las mismas precauciones que si hubiesen podido causar algún daño a Jesús: Parecían haber concentrado sobre el sagrado cuerpo, todo el amor y la veneración que habían sentido hacia el Salvador durante su vida. Todos los presentes tenían los ojos fijos en el grupo y contemplaban todos sus movimientos; a cada instante levantaban los brazos al cielo, derramaban lágrimas, y manifestaban un profundísimo dolor. Sin embargo, todos se sentían penetrados de un respeto grande y hablaban sólo en voz baja, para ayudarse o avisarse. 

Mientras duraron los martillazos, María, Magdalena y todos los que estaban presentes en la crucifixión escuchaban sobrecogidos, porque el ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús. Temblaban al recordar el grito penetrante de su dolor, y al mismo tiempo se afligían del silencio de su boca divina, prueba incontestable de su muerte. Cuando los tres hombres bajaron del todo el sagrado cuerpo, lo envolvieron, desde las rodillas hasta la cintura, y lo depositaron en los brazos de su Madre, que los tenía extendidos hacia el Hijo, rebosante de dolor y de amor”

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